Música
y espiritualidad
Estas
líneas no son más que unas primeras reflexiones, fruto del contacto con el
Instituto de Estudios Sufís o el CETR, sobre qué calidad ha de tener la música
a fin de poder considerarla como vehículo espiritual, o lo que es lo mismo,
vehículo para el cultivo de la cualidad humana profunda.
Hay
que hacer referencia, ante todo, a dos ideas que deberían estar presentes y
teñir todo cuanto a continuación se expondrá: la primera es la idea de lo
invisible-visible, idea íntimamente unida a la capacidad de sutileza que todos
los seres humanos tienen en potencia, pero que hay que despertar y cultivar; y
la segunda, la idea de metáfora (mayâz en lenguaje sufí, palabra que remite
literalmente a la idea de traspasar, de transportar).
Así
la metáfora, como recurso literario que nos permite el tránsito de un nivel
cognoscitivo a otro, alude al doble sentido, a la cara oculta de lo que ya Es
aquí y ahora, pero que no siempre percibimos porque a menudo tenemos la
capacidad de sutileza adormecida.
Y es
que la música, como veremos a continuación, a pesar de poder ser una
maravillosa metáfora del camino interior, no es el camino interior: puede ser
un medio muy poderoso del camino, claro que sí, pero teniendo siempre presente
que la cuestión es el camino, no la música.
Dicho
lo cual, hagamos la primera constatación: de la música, a pesar de su enorme
poder, no deriva forzosamente una connotación espiritual: sólo cómo ha sido
históricamente utilizada con fines tan diversos y alejados de la espiritualidad
como por ejemplo enaltecer pasiones guerreras, ser un medio de tortura en ls
prisiones de Guantánamo y Abu Graib, etc.
Tampoco
es la música un vehículo para el cultivo de la cualidad humana profunda la que
se hace desde el sentimentalismo o el esteticismo: y es que el camino
espiritual habla de conmoción, no de emoción.
Y
finalmente, precisemos también que no toda la música religiosa es música
espiritual: la música puede ser religiosa por su temática, pero ello no implica
que conduzca a lo que es el núcleo de la espiritualidad profunda.
Descartado
lo cual, establezcamos la segunda premisa: sólo podemos hablar de música con
finalidad espiritual, cuando está orientada hacia esta intención, y por tanto,
lleva la silenciamiento interior, al acallamiento del ego y a la experiencia de
la Unidad d toda la existencia. Pero vayamos paso a paso.
Música
y silencio interior
Hay
que empezar por deshacer un malentendido aún muy presente en el ámbito musical
que consiste en considerar el silencio como ausencia de sonido.
Las
pausas en la música los silencios- son a menudo entendidas como ausencia de
sonido.
Sobre
la relación entre el silencio y la música, es esclarecedor el comentario que
hace Halil Bárcena del veros de Rûmî Para esta liberación el camino es el
silencio. Dice H. Bárcena:
Silencio
no es sólo suspender el flujo de la palabra, sino bajar el volumen de
intensidad del ruido ensordecedor de la mente desbocada saltando de idea en
idea, de recuerdo en recuerdo. (...) Silencio no es callar nada más (...)
Silencio,
para el derviche, es vaciarse de sí hasta el punto de que las cosas comienzan a
hablar por ellas mismas (...)
Para
el hombre que ha silenciado sus deseos, todo cuanto existe habla, mejor aún:
todo emite su propia melodía, puesto que el mundo se ha convertido para él en
una sinfonía hecha a base de notas ora silentes, ora estruendosas.
El
silencio no es pues ausencia de música, sino todo lo contrario: en el silencio
interior es donde se halla la auténtica música, la música de la Vida. Y es que
para Rûmî, todo es pura Vida, todo está en movimiento y en vibración, y por
tanto, todo suena.
Habría
pues un primer momento de caer en cuenta del ruido interno, entendido como
antítesis de la música, y de la necesidad de silenciarlo.
Música
y silenciamiento del ego
Como
consecuencia de este entender la necesidad de silenciamiento, la música desegocentrada
puede convertirse en una propedéutica, en una preparación de la experiencia de
la Unidad d la existencia.
Hay
ya aquí un grado más de desegocentración tanto por parte del músico, como de
quien escucha. Y es que también hay un doble acceso a la música: un acceso
interesado, y un acceso gratuito. Hay acceso interesado, por ejemplo, cuando el
músico toca desde una posición de seducción sentimental que nos está diciendo: yo
hago la música
.
Como
también hay acceso interesado si quién escucha sólo lo hace desde un posición
demandante (de relajación, de emociones, etc.).
En
definitiva, sólo habrá acceso desinteresado si tanto el músico como el oyente
cultivan una actitud de distanciamiento de las necesidades, de pura gratuidad,
de pura atención y por tanto, de presencia.
Podemos
pues decir pues, desde este punto de vista, que la música puede hacernos
saborear el silencio.
Pero
aún es necesario un paso más, porque cuando decimos que el nafs (ego) se está
silenciando, aún hay la dualidad del ego y de quien lo silencia.
Música
como metáfora de la Unidad de la existencia
Cuando
se es consciente de que el ruido del ego nos mantiene en la dualidad y de que
su progresivo apaciguamiento nos hace entrar en el silencio, se puede empezar a
degustar la unidad de toda la existencia. Cuando dejamos de demandar a la
música que nos distraiga, que nos emocione, etc., la música queda como una gran
metáfora que nos recuerda que todo vibra y por tanto que todo suena: en
definitivo que todo vive ya, aquí y ahora.
El
sufismo es sufismo islámico, y hay que decir que en el Islam, el concepto de
Unidad de la existencia (Tawhid) está íntimamente unido al acto de la creación.
Nos interesa la música como vehículo que nos recuerda quién somos, de dónde
venimos y adónde hemos de regresar. La música sería pues una metáfora
formidable del relato, en clave de meta historia y por tanto, en clave
puramente simbólica, del día de Alast (Corán 7,172).
Este
relato se sitúa en el momento previo a que las criaturas emergieran del abismo
del no ser, momento en que todo era pureza, vaciamiento y por tanto silencio
primordial, es decir, naturaleza inicial y unitiva. Allah crea a las criaturas
y éstas se extravían.
Extravío
entendido como olvido (gafla) de dicho origen primordial. Dios les recuerda
entonces: Alastu bi-rabikkun? (¿Acaso no soy yo vuestro Señor?) a lo que
las criaturas responden que sí.
Tal
como dice Halil Bárcena (*)
El
propósito del derviche será pues retornar a la experiencia del Día de Alast,
cuando sólo Dios existía antes de que salieran las futuras criaturas del
abismo del no ser y las dotara de vida, amor y comprensión para que pudieran de
nuevo presentarse ante su rostro al final de los tiempos (Shimmel 2002:40).
La
música se convierte pues en metáfora formidable de este proceso circular que va
de la unidad de todo cuanto existe, el posterior olvido de esta unidad al vivir
los hombre en la dispersión y aparente multiplicidad de formas y en la toma de
conciencia de este hecho y el consiguiente retorno a la unidad primordial.
Traducido
a términos musicales, podríamos hablar de un silencio primordial en el que
todos los sonidos y toda la música ya pre-existen; del despliegue de la música
como manifestación de los estados múltiples del Ser; y de la afinación que
supone re-conocer o re-cordar la patria de origen, este silencio primordial al
que hay que volver, o, aún mejor, del que nunca hemos salido.
Concretando
aún más la metáfora, toda la música que despliega el músico ya preexiste: el
músico sólo afina y hace aparente una posible música de entre las infinitas
músicas posibles, y cuando acaba, vuelve a este silencio primordial en el que
toda la música sigue existiendo.
Sonido
y silencio no serían ya pues conceptos opuestos, sino diferentes intensidades
del mismo sonido unitivo primordial.
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